Antecedentes
La dualidad vida-muerte en la concepción prehispánica
Los pueblos prehispánicos concibieron al universo como un con cierto de contrarios, mundo de dualidades necesariamente opuestas en un juego que daba origen a la existencia misma de los seres. Dentro de esta concepción, el binomio vida-muerte era considerado como dos aspectos de una misma realidad, una consecuencia de la otra, parte de un mismo proceso de relación-destrucción que había dado origen al universo, al mundo y a la humanidad. Lo que determinaba el lugar donde se iba después de morir dependía, no de la manera de vivir, sino de la forma de morir.
El mundo mesoamericano estaba dividido en tres planos que constituían una unidad en la que ninguna de las partes podía prevalecer sobre las otras: la parte superior o cielo, el plano medio o mundo de los hombres y la parte inferior o inframundo, reino de la oscuridad y de la muerte.
Los p’urhepechas, compartieron esta misma concepción. Su universo, también tripartita, era designado como: el Auándaro o cielo, habitado por los dioses celestes o engendradores representados por el sol, la luna, las estrellas, las águilas mayores y menores y otras aves del cielo: Echerrendo o la tierra donde habitaban los dioses terrestres, dioses que habían descendido para convivir con los hombres, los cuales se hacían presentes en el fuego del hogar o en espíritus que moraban en los animales del monte, en el aire, en el agua de los lagos y ríos y en las grandes rocas; y Cumiechúcuaro o región inferior, lo profundo de la tierra, morada de los dioses que gobernaban el mundo de la muerte.
Cada uno de estos planos estaba dividido en cinco rubros: el centro, el oriente, el norte, el poniente y el sur, a las que correspondía un color, que al parecer para los p’urhepechas fueron: el centro al azul , el oriente al rojo, el norte al amarillo, el poniente al blanco y el sur al negro.
El Inframundo, llamado por los españoles “infierno” del latín ínferus que significa región inferior, para los p’urhepechas era el equivalente al paraíso o cielo cristiano, y se le consideraba como un lugar de deleite; se pensaba que en él reinaba la negrura o la sombra. El nombre para designarlo era “Pátzcuaro”, que literalmente se traduce como “lugar de la negrura”; es decir, el mundo de la muerte, puesto que la noche es la muerte del sol que va a reinar en la región de las sombras.
Pátzcuaro también fue considerado como la “Puerta del Cielo”, lugar por donde acudían y subían los dioses y asiento temporal del Curicaueri, dios del sol y del fuego, al que ofrendaron en este lugar.
Los dioses de la muerte estuvieron representados, entre otros, por: Uitzume, el “perro del agua”, servidor del Señor del Paraíso; Ucumo, “topo o tuza” que gobernaba el Cumiechúcuaro. El maestro Corona Núñez supone pudo haber sido también otra de las regiones del Inframundo, ubicada al sur; Thiuime “ardilla negra”, dios de la guerra; guerrero negro como el Tezacatlipoca de los nahuas con adornos y plumajes blancos, por lo que se sitúa en el poniente; y el Apatzi, o comadreja que bien pudo localizarse en Apatzingán, ya que esta palabra se traduce como “lugar de comadrejas”.
Puede decirse que todos los animales que viven bajo la tierra eran considerados por los p’urhepechas como representantes de los dioses de la muerte, máxime que devoraban las raíces de las plantas, como los topos, y provocaban su muerte.
Poco se conoce de la religión y los rituales practicados por los p’urhepechas, ya que la Relación de Michoacán o Códice Escurialense, escrito que describe las costumbres y la etnohistoria de los michoacanos, está mutilado, su primera parte que probablemente narraba su cosmogonía y religión se perdió.
Sin embargo, la misma Relación nos informa cómo eran los ritos funerarios realizados con motivo de la muerte del cazonci, su gobernante: los caciques del reino ataviaban al cazonci con mantas, rico plumaje y joyas; su cuerpo lo hacían acompañar de sus armas de guerra pero, además, se sacrificaban a varios de sus servidores quienes llevaban consigo sus instrumentos de trabajo, según el oficio con que habían servido al monarca, para seguirle sirviendo en el “más allá”. A la media noche partía la procesión con el cuerpo del cazonci hasta el “patio de los cués grandes”, donde iba a ser incinerado. Ya por la mañana se juntaban las cenizas y las ponían en una manta a la que colocaban una máscara de turquesa, orejeras y brazaletes de oro, collares de turquesa y concha, rico plumaje en la cabeza, rodelas de plata a la espalda: su arco y flechas y lo sepultaban al pie del templo del dios Curiacaueri, en un sepulcro previamente arreglado y provisto de vino y comida, flechas, jarros, ollas, etc.
La tinaja donde depositaban las cenizas del cazonci era colocada encima de una cama de madera que miraba al oriente; durante cinco días guardaban luto. Los ritos funerarios eran aplicados también a los demás miembros de la comunidad, a quienes se ponía en ofrenda, todos aquellos objetos que pudiera necesitar y que le permitirían continuar con el trabajo realizado en la tierra y conservar su posición social dentro del grupo.
La Época Colonial y la Nueva Concepción
La tradición religiosa mesoamericana sufrió transformaciones culturales con la conquista y evangelización, “naciendo religiones indígenas coloniales” – en la opinión de Alfredo López Austín –, ya que los naturales mezclaron sus costumbres y creencias con las cristianas implantadas en el Nuevo Mundo por los conquistadores.
Con la llegada de los españoles, cuya conquista se fundamentó en la evangelización; los religiosos buscaron de inmediato la destrucción de las antiguas creencias y sus prácticas, consideradas “idolátricas”. Así, las deidades de la muerte fueron destruidas, no así el culto a los muertos que conjuntó los conceptos y prácticas que ambas culturas tenían.
Costumbres y ritos católicos funerarios en el momento de la muerte y horas anuales a los difuntos fueron fácilmente aceptados por los pueblos precolombinos ya que, en cierta manera, coincidían con los antiguos hábitos. Según se sabe, la iglesia estableció la conmemoración de difuntos para el día 2 de noviembre. Se dice que fue el benedictino San Odilón, Abad de Cluny, quien hacia 1049, a través de su revelación, fija esta fecha para dedicarla a las “ánimas del purgatorio”, lo cual fue apoyado por los pontífices, generalizándose la fecha para tal fin.
El ritual católico para celebrar a los muertos, desde San Odilón, consistía en la celebración de misas, sufragios, oraciones de diversos tipos, responsos, limosnas y oblaciones, por ser las plegarias las formas activas que tenían los vivos para ayudar a los muertos.
Por otra parte, las ideas cristianas del cielo y el infierno, la resurrección del cuerpo y la inmortalidad del alma, pene-traron en el mundo indígena más que con las prédicas, a través del arte. El teatro, la escultura, la pintura y la música fueron los medios más eficaces de que se valieron los evangelizadores para cumplir su misión. Así encontraremos en la decoración de capillas y templos de las comunidades indígenas muestras iconográficas que aluden a estos temas, uno muy representado en los primeros tiempos de la Colonia fue el Infierno y sus abrazadoras llamas que consumen a las almas pecadoras; el fin: enseñar el temor a Dios y salvar las almas de cometer pecados capitales.
A las creencias religiosas se incorporaron las costumbres populares usuales en España, donde también se hacían ofrendas: se adornaban las tumbas con flores y se ofrecían alimentos; incluso, se preparaba un pan especial “el pan de ánimas”; se alumbraba a los muertos con lámparas de aceite y se hacían oraciones como parte de los actos religiosos. Los alimentos preparados pan, buñuelos y otros, se comían una vez concluida la celebración.
Así, las costumbres indígenas se entrelazaron con las influencias del Viejo Mundo para formar una tradición mexicana. De los rituales practicados con este motivo, el más difundido, sin duda, fue y ha sido hasta nuestros días, la visita a los cementerios; pero también se colocaban altares en los hogares donde se ponía agua, velas o veladoras, flores y algunos alimentos, de acuerdo a lo que producía cada región y a los platillos de la preferencia del difunto.
El lugar donde estamos
Michoacán se ubica en el occidente del país; es un estado que por su geografía y medio ambiente natural presenta una gran diversidad de paisajes y climas. Colinda al este con los estados de México y Guerrero; al noreste, con Querétaro y Guanajuato; al oeste con Colima y Jalisco y, al sur, con Guerrero y el Océano Pacífico. Lo atraviesa el Eje Volcánico Transversal, por lo que su topografía es variada y muestra bellos panoramas serranos, verdes llanuras, cálidas costas y abundantes ríos y lagos. Su historia y cultura se conjugan para dar marco a un interesante recorrido.
Antes de la ocupación española, las tierras michoacanas estuvieron habitadas por un importante grupo étnico y lingüístico: los p’urhepechas, que en lengua mexica eran llamados “michoaques” y a la tierra por ellos habitada Michoacán, palabra que se traduce como “lugar donde abunda el pescado”. Los cronistas de los primeros tiempos coloniales se refieren a los michoaques como “tarascos”; pero los actuales pobladores de las regiones donde se asentaron los antiguos habitantes del estado se autodenominan como “p’urhepechas”.
De su origen poco sabemos, sólo lo referido por la Relación de Michoacán, en la que se comenta que era un grupo de chichimecas llamados por ellos mismos “Uacúsechas”, quienes arribaron a Michoacán dirigidos por el señor Hiretiticáteme.
Tras un largo peregrinar, primero se asentaron en un lugar cercano a Zacapu y, más tarde, se establecieron en las proximidades de Santa Fe de la Laguna. Taríacuri, uno de los principales gobernantes, logró consolidar el señorío en Tzintzuntzan, lugar donde se localiza uno de los centros ceremoniales más importes de los p’urhepechas, en donde sobresalen las “yácatas”, que eran los templos o “cúes” de nuestros antepasados.
El imperio p’urhepecha se distinguió por ser un pueblo guerrero al que los mexicas nunca pudieron conquistar; célebre fue la derrota inflingida por los michoacanos a los aztecas comandados por Axayácatl, en la fronteriza Taximaroa, hoy Ciudad Hidalgo.
A la llegada de los españoles, los michoacanos se sometieron pacíficamente, por lo que la conquista en Michoacán fue fundamentalmente espiritual.
Sin embargo, con el establecimiento de la Primera Audiencia, Nuño de Guzmán, su presidente, emprendió contra los p’urhepechas una guerra cruel, con lo cual se despoblaron los populosos pueblos habitados. La pacificación fue lograda por los evangelizadores franciscanos y por Vasco de Quiroga, Oidor de la Segunda Audiencia, quien arribó al estado en 1533, y más tarde, ya como Obispo -el primero que tuvo la entidad- emprendió a fondo la conquista espiritual de la región y combatió los abusos de los encomenderos españoles.
De esta conquista espiritual resultó un rico sincretismo religioso, siendo una de sus muestras la conmemoración de Muertos, que aún en nuestros días se efectúa en algunos lugares de la región lacustre como Janitzio, Ihuatzio, Tzurumútaro, Tzintzuntzan y Jarácuaro, así como en algunas comunidades de la Meseta P’urhepecha.
Conmemoración de la Fiesta de las Ánimas o Noche de Muertos
Nuestra tradición de conmemorar a los muertos, es una de las más entrañables y difundidas en nuestro país. Tiene un carácter eminentemente religioso que no sólo tiene fundamentos cristianos tomados de la costumbre de “honrar a los fieles difuntos”, sino que conserva muchas de las características del ritual funerario practicado por nuestros antepasados prehispánicos.
Los rituales de “velación”, la colocación de altares y ofrendas en casas y panteones para rendir culto a los difuntos, son el resultado de un complejo tejido que reúne varias tradiciones culturales: por un lado, las nativas de origen precolombino y, por otro, las españolas cristianas que nos llegaron con la conquista, además de las propias de otros grupos provenientes del África, Asia y Europa que emigraron a México durante la Colonia y, posteriormente, en los siglos XIX y XX.
En Michoacán, la conmemoración del Día de Muertos es una tradición solemne que conserva esa genuina manifestación de profundo respeto y veneración a los seres que materialmente ya no existen y a los que, a través de la ofrenda, se rinde tributo.
Contrario a lo que muchas personas piensan, los purépechas no celebran a la muerte, sino la vida continuada o “la otra vida”. Con ello la oportunidad de una vez al año coincidir, encontrarse y convivir los de este mundo con los del otro que ya han partido. Por ello, las familias se reúnen a comer con sus seres queridos que vienen del “más allá” y ofrecen lo mejor que tienen: comida, flores y adornos.
Lo anterior viene de la creencia purépecha de que cuando alguien muere, su cuerpo se sepulta, pero su alma sigue viviendo y va a reunirse con sus seres queridos que fallecieron antes y con los dioses. Desde esa otra vida puede “regresar” a ésta, para convivir otra vez con su pueblo y con los suyos.
El ritual de velación que llevan a cabo muchas de nuestras comunidades indígenas de la región del Lago de Pátzcuaro ha tenido profunda raigambre, y se ha realizado desde épocas ancestrales. Los actuales pobladores siguen manteniendo con modalidades y ritos muy similares en lo fundamental, pero con variantes de acuerdo a sus propias creencias y costumbres.
Las ofrendas
Aquí la muerte llena de vida los hogares, panteones y veredas, que rebosantes de altares, fliores, comida y velas, manifiestan la riqueza tradicional de este estado. En la noche del primero de noviembre se colocan ofrendas en las tumbas de quienes materialmente ya no existen, para venerar lo que fueron. Los ritos se llevan a cabo según las costumbres de cada región, y aunque con algunas variantes sigue perdurando los fundamental: celebrar a los muertos, recordarlos y festejar con ellos. Los habitantes de Janitizio participan en un rito tradicional que es un deber sagrado, el cual honra por igual a vivos y muertos. Mujeres y niños de la isla llegan al panteón y se dirigen hacia las tumbas de sus antepasados bajo un silencio que contrasta con la luz de las velas, mientras colocan los alimentos predilectos de sus difuntos y su petate. A diferencia de lo que ocurre en Janitizio, los habitantes de Tzintzuntzan se esmeran en elaborar los mejores productos artesanales -loza negra y vidriada, loza blanca, ángeles de paja, frutas y madera tallada- para colocarlos en las ofrendas. En Jarácuaro las tradiciones son más puras: se coloca un arco de flores por cada barrio de la isla y la danza se convierte en la luz de la plaza principal.
La ceremonia actual de velación de la noche de muertos se deriva de la conquista espiritual que llevaron a cabo los encomenderos españoles y colonizadores en Michoacán. Entre los antiguos mexicanos se realizaban significativos rituales alrededor de la muerte, los cuales impresionaron tanto a los primeros conquistadores que, a través de la evangelización, introdujeron nuevas ideas, dando lugar a un sincretismo religioso muy marcado. Antiguamente, Tirepitío era un importante centro religioso dedicado a los antepasados. Ahí se ofrendaban flores amarillas (cempásúchil) y en el día consagrado a los muertos los mexicas subían al techo de su casa y gritaban el nombre de sus antepasados (dioses primigenios) mirando hacia el norte, para que recibieran los alimentos que habían puesto en la puerta. Durante la Colonia la costumbre se fue arraigando poco a poco en Michoacán, a tal punto que actualmente es el centro de atención de nacionales y extranjeros.
Un altar de muerto, su color, su aroma, su luz y su contraste motivan a no quitar la vista de cada uno de sus elementos. en cada región el altar representa la bienvenida a los muertitos que vienen de visita después de un largo recorrido por el Más Allá. Los elementos que conforman un altar no son casuales: el agua, que simboliza la fuente de la vida, se ofrece a las almas para mitigar su sed y que se fortalezca para el viaje de regreso; antiguamente se utilizaban rajas de ocote prendidas, pero hoy en día -especialmente por la noche- se encienden velas, veladoras o cirios, cuya flama representa la fe y esperanza e ilumina el camino para que los difuntos encuentren su antigua casa terrenal. El petate ofrece descanso, y el banquete se complementa con pan de muerto, panes redondos y de color rosado, que junto con las cañas simbolizan los huesos de los muertos. En cada altar se suele colocar, además, una foto y ropa del muertito para que éste lo identifique fácilmente.
De acuerdo con el mito de estas comunidades, las ánimas en el uarhicho (el cielo purépecha) siguen desempeñando el oficio que por tradición reconocen como suyo. Trabajan, caminan, comen, duermen, se cansan, se enojan y también hacen fiesta. Por ello, requieren nuestra ayuda para cubrir algunas de sus necesidades. Todo eso se les puede hacer llegar el día de la Fiesta de las Ánimas, cuando vienen de visita y de paso se llevan todo cuanto se les coloca en la ofrenda.
En nuestros días, la conmemoración del día de muertos conserva esa carga significativa, religiosa y popular que sigue rindiendo tributo a los ya idos, en un ambiente de duelo y de fiesta, de tristeza y de algarabía, porque pervive la creencia en la continuidad de la vida después de la muerte, de que las almas de los muertos viajan y se comunican con los vivos; la incertidumbre acerca del destino de las almas provocada por la certeza del juicio final que enviará a los espíritus al cielo, al infierno, al purgatorio o al limbo, siguen siendo el sustento y razón de ser de los rituales funerarios.
En Michoacán, las celebraciones comienzan desde el 31 de octubre, con la cacería del pato, actividad a punto de desaparecer por la escasez de palmípedos, pero que aún se efectúa, a la que sigue la colocación del altar de “angelitos”, el día 1º de noviembre, para concluir con las honras a los difuntos el día 2.
El rito central de ofrendar consiste en que los de la casa, que son quienes han preparado la comida y el altar, reciben la visita de parientes y amigos quienes también colaboran en la ofrenda y en el altar, para juntos esperar al ánima.
Una variante o complemento de lo anterior, es lo que se conoce como velación en el panteón, ya que para algunas comunidades cobra mayor relevancia hacer la espera en el camposanto. Para ello, se adorna cuidadosamente la tumba: se coloca el arco de flores, con adornos de fruta y pan, se encienden velas encima sobre la tumba y se monta una ofrenda.
Para las ofrendas, uno de los elementos que más destaca por su colorido aroma y abundancia es la flor de tiringuini, (cempasúchil en náhuatl) o flor de muertos. Vivifica y purifica, dispone un ambiente limpio para el encuentro con el ánima y con lo sagrado. Posteriormente, la familia se sienta alrededor a “velar” que es un modo de convivencia con el ánima, comen, beben algo caliente e incluso, hay quienes duermen ahí.
Otro elemento, es el pan en forma humana, el cual aunque se elabora con la misma harina de pan para otras fiestas posee otro sentido, tiene la forma del ánima que se espera, se coloca junto al altar o tumba donde el ánima cuando llega lo come y al mismo tiempo lo impregna de su esencia.
La elaboración del altar sus dimensiones y complejidad es tan variada como el gusto de los parientes a quienes corresponde su elaboración consideren. También se toma en cuenta si es el primer año o si ya es un altar pequeño y sin fiesta, sólo para seguir ofrendando a las animas de familia.
Es común escuchar que el altar tiene cuatro niveles y su correspondencia con sus elementos. Cada comunidad vive y reelabora su costumbre de manera particular de tal suerte que puede haber semejanzas en cuanto al uso de elementos, pero no existe un modelo único de altar.
La noche de primero de noviembre los tarascos celebran el “terúscan” (rapiña organizada con permiso de las autoridades), un juego ritual en el que un prioste (guía que es nombrado el 19 de marzo y se encarga de coordinar las celebraciones) acompaña a los jovenes del poblado a tomar a escondidas las mazorcas de maíz, chayotes, calabazas y flores que se encuentran en los sembradíos y techos de las casas. Mientras, los ancianos esperan en el atrio de la iglesia o en la Huatapera para coer lo recolectado y distribuirlo entre todos para realizar un convivio. Al día siguiente se recoge la Ofrenda de los Frutos de la Cosecha (Camperi) solicitando en voz alta “¡Camperi, Camperi, Camperi!” y se entrega lo obtenido al sacerdote, quien dice los responsos en el templo esa misma tarde.
Aunque las particularidades de esta tradición varían en las distintas regiones, siempre está acompañada de alegría, recuerdos, danza, cantos, plegarias, juegos y comida, con lo cual la muerte se torna un hecho inolvidable pero no temible, una pérdida corporal pero no una tragedia que implique un drama nostálgico; a contrario: es una fiesta por los que ya no estan pero una vez al año regresan de visita, sin necesidad de un mapa, guiados por el reflejo del lago de Pátzcuaro, para ubicar un camino encendido de velas y cantos. Y todo el mundo se esmera como anfritión, con lo mejor que tenga, porque luego de la corta visita los difuntos continuarán su camino en el Más Allá… hasta el siguiente noviembre.
Estos rituales se llevan a cabo principalmente en la región lacustre del lago de Pátzcuaro y algunas otras comunidades purhépechas.
Actividades 2024
El principal centro de acceso a las celebraciones es Pátzcuaro, que este año tiene obras de remodelación en el centro histórico que afectan de manera definitiva la circulación por la ciudad así como la entrada y salida de la misma, por lo que es de suma importancia tomar los siguientes gráficos en consideración para una mejor estancia, si pernoctas en Pátzcuaro, y una mejor circulación si sólo estás de paso.
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